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LA ESCALERA INTERMINABLE

¿A QUIÉN LE SALIÓ BIEN EL HIPÓDROMO, SEÑOR SAVATER?

¿A QUIÉN LE SALIÓ BIEN EL HIPÓDROMO, SEÑOR SAVATER?

El 31 de diciembre de 2006 se publicaba en EL PAÍS un artículo del filósofo Fernando Savater sobre el Hipódromo de La Zarzuela, titulado "El hipódromo ha salido bien".

Como parte de las circunstancias en las que apareció el artículo -publicado el último día del año-, fue incluido en la sección de deportes del diario. Cosa sorprendente y curiosa, tratándose de un filósofo. Sin embargo, de la lectura se desprende que sólo se trataba de un pretexto para hablar del edificio y de sus avatares históricos, sumándose a las tesis expuestas no mucho antes en el mismo diario por Martín Domínguez Ruz, en su "El Hipódromo y la Barraca", las cuales eran contrarias al recién publicado libro Carlos Arniches y Martín Domínguez, arquitectos de la generación del 25.

El libro, en el que se exponen los hechos que rodearon a estos dos arquitectos clave en la arquitectura española del siglo XX, no como teorías sino como argumentos razonados y explicados apoyándose en documentos que los refrendan, levantó ampollas en el hijo de martín Domínguez, que utilizó en este proceso a sus amigos, valiéndose de alguna suerte de derecho adquirido a lo largo de un tiempo en el que las teorías que más favorecían a su padre pasaron a integrar los libros de historia por falta de contraste.

Eso, y sólo eso, explica que alguien de la talla intelectual de Fernando Sabater, capaz como pocos de apoyar sus argumentos en hechos y no en teorías, caiga en la trampa de defender -aunque sea subrepticiamente en un artículo para la sección de deportes- unas teorías que, tras largas investigaciones, han resultado ser fictcias. Y para comprobarlo, el esfuerzo necesario es mínimo, en comparación con el beneficio que el conocimiento reportaría a la sociedad, a la historia y a la arquitectura españolas, pero sobre todo a la verdad auténtica que en justicia y en el nombre de los valores éticos más altos, debe ser reconocida.

Eso es lo extraño: que sea precisamente un filósofo como él el que caiga en la trampa, yendo incluso tan lejos que llama "creadores" del Hipódromo de La Zarzuela a Carlos Arniches y a Martín Domínguez, e incluso al ingeniero Torroja, cometiendo un error de bulto más grave todavía que el cometido hasta aquí.

Yo le preguntaría al señor Savater qué significa crear. Los arquitectos no solemos emplear ese término por la desmesura que implica, pero él debería saber explicar a qué se refiere -en términos estéticos- con ese verbo. Le preguntaría qué creó Torroja ahí, que ni intervino en el proyecto -como él mismo reconociera en 1936- ni pudo dirigir la obra. Incluso, me atrevería a preguntarle a quién le salió bien el Hipódromo, una de las obas cumbre de la arquitectura española de todos los tiempos.

 

CARLOS ARNICHES Y MARTÍN DOMÍNGUEZ

                Carlos Arniches (1895-1958) y Martín Domínguez (1897-1971) son considerados con frecuencia una pareja de arquitectos inseparables dentro del episodio comúnmente conocido como “racionalismo madrileño”, según unos, y “generación del 25”, según otros. Sin embargo, la complejidad de sus vidas y de sus carreras hace difícil ser tan categórico tanto en lo que se refiere a su indisolubilidad como en la generalización que implica una etiqueta artística. Su vida profesional se desarrolló en dos fases, separadas por la Guerra Civil. La primera abarca los años comprendidos entre el momento en el que se titularon y el del levantamiento militar de 1936, período que sólo duró veinte años y al que corresponden algunas de sus obras más conocidas. La segunda, desde el final de la Guerra Civil hasta su muerte, en la que trabajaron separados por el exilio -sin volver a verse nunca-, con frecuencia en colaboración con otros profesionales, como siempre habían hecho: Arniches, en España; Domínguez, en América.

                Los avatares de sus carreras les llevaron a vincularse a diversos organismos de la administración, lo cual aunque anecdótico, fue el argumento para depurarlos al terminar la Guerra, por lo que, además de tener que pagar astronómicas multas con el consiguiente perjuicio económico, se vieron relegados a un segundo plano desde el punto de vista profesional –lo que fue aún más duro-, como consecuencia de las características propias y peculiares de la depuración de los arquitectos, llevada a cabo por sus propios colegas. La alternativa a aquella situación era el exilio, que cada uno tradujo a su manera: Arniches, por exilio interior al quedarse en España; Domínguez, por el exterior marchándose a América. Ambos creyeron poder continuar así su trayectoria profesional, hasta entonces brillante. Y lo hicieron, partiendo casi de cero en ambos casos.

                No obstante, tanto ellos como su obra cayeron en el olvido y la indiferencia que imponía el nuevo sistema, que sistemáticamente les hizo el vacío y los silenció, llevando la situación hasta el extremo, curioso, de que cualquier persona culta sabía quiénes eran y lo que habían hecho, aunque no se hablaba de ello. Pero como queda patente para quien se tome la molestia de profundizar en su obra, o simplemente la observe con atención, la aportación de Carlos Arniches y Martín Domínguez es determinante para entender la arquitectura española del siglo XX.

                Lo más conocido de su producción se desarrolló durante las décadas de los años veinte y treinta, a pesar de que ninguno dejó la práctica profesional hasta su muerte. Las de Carlos Arniches y Martín Domínguez fueron dos trayectorias enlazadas durante el período anterior a la Guerra Civil (que vino a truncar una de las etapas más prometedoras de la Historia de la Arquitectura española), pero muy influyentes también después de terminada ésta. Nunca pertenecieron al grupo de profesionales sometidos a los dictados de las “clases pudientes”, de las modas, de la sociedad o de sus propios clientes, aunque siempre pusieron a éstos por delante de otras consideraciones en la realización de su labor. Quizá por eso Arniches se convirtió en el mejor ejemplo de profesional libre, de firmes principios y convicciones a los que nunca renunció. Y quizá también por eso sirvió de modelo a muchos de los posteriormente grandes arquitectos españoles que impulsaron la arquitectura de este país tras el período autárquico del régimen franquista.

                Aunque llevaron a cabo numerosas obras constatadas, algunos de sus compañeros fueron mucho más prolíficos que ellos. Sin embargo, las realizaciones de Arniches y Domínguez tuvieron la envergadura de las grandes obras que les obligaron a desdoblarse por falta de tiempo ante tal número de encargos. Es inaudita la repercusión que alcanzaron con tan corta obra. Sin embargo, si se considera que fue una trayectoria a lo largo de la cual depuraron sus principios arquitectónicos casi hasta rayar la perfección, si no olvidamos que fueron el centro del foro crítico más intenso que hubo en Madrid, tanto antes como después de la Guerra Civil, y si se tiene presente que eran arquitectos de los que nadie hablaba, pero a los que todo el mundo conocía, entonces empezarán a encajar tantas y tantas piezas que han permanecido inconexas durante más años de los que habría sido deseable para la comprensión de la arquitectura madrileña y, fundamentalmente, de la española.

                Las suyas son un conjunto de obras que destellan por su singularidad y por su excelente ejecución, pero también por la gracia con la que se resolvió hasta el último detalle, sin dejar sitio a lo superfluo. Mientras algunos de sus colegas se abrían paso espiando, copiando y ensayando las modas en un ejercicio camaleónico vasto y sin precedentes, Carlos Arniches y Martín Domínguez se ejercitaban en lo que conocían hasta hacerse auténticos expertos, poniendo por delante sus principios y sin ceder gratuitamente ni un ápice de su terreno. Esto era lo que les permitía poder tomarse la libertad de imponer, entre otras cosas, las últimas novedades en materiales.

                Su trabajo abarcó casi todos los ámbitos conocidos e imaginables del país, si bien lo más característico de sus grandes aciertos contaba siempre con tres elementos a los que ellos mismos iban asociados: Madrid, espectáculo y cultura. O, en términos más precisos, lo castizo o tradicional, lo lúdico o cargado de gracia y lo moderno o innovador. Así como otros influyeron en las generaciones posteriores por medio de una larga, y a veces extravagante, producción, Carlos Arniches y Martín Domínguez lo hicieron con la gracia –que quizá no sea exagerado calificar de rayana en la genialidad- con la que interpretaron la historia, la vida y la cultura españolas, sin dejar nunca de pertenecer a su tiempo y a su momento, y sin venderse.

                En estos logros tuvo un papel fundamental la generación que les precedió, en la que hubo excelentes figuras que les ayudaron a desarrollar su criterio y su espíritu crítico, como Teodoro de Anasagasti, Leopoldo Torres Balbás, Antonio Flórez, Antonio Palacios, Modesto López Otero, Secundino Zuazo, Amós Salvador o Gustavo Fernández Balbuena. Algunos, por el ejemplo positivo que supusieron; otros, por todo lo contrario.

                Pero fueron igualmente trascendentes su propia generación y el momento intelectual en el que vivieron –que Carlos Arniches contribuyó a moldear-, en el que discutían y analizaban la arquitectura del momento mientras tomaban un café. De todo ello resultó una arquitectura que, en vez de ser “de salón de baile” era “de tertulia de café”, consecuencia de un profundo análisis mucho más que de un capricho o de una moda. Una arquitectura que -en el lenguaje actual- “enganchaba” porque era el mejor reflejo de los firmes principios de sus autores, expuestos con gracia e ingenio. Carlos Arniches y Martín Domínguez eran partidarios de que los arquitectos pusieran sus valores y principios a disposición de la sociedad, en vez de dejar que fuese ésta la que los definiese, como optaron por hacer otros colegas. Esa fue la herencia que recibieron, y aceptaron, de sus predecesores y la que tomaron de ellos quienes recogieron su testigo.

                La influencia de estos arquitectos, de los que se dejó de hablar después de la Guerra Civil, se hace más evidente con el estudio de su obra. Fue tan determinante que, a finales del siglo XX, quizá no se entendería bien la arquitectura de profesionales tan dispares como Asís Cabrero, Miguel Fisac, Ramón Vázquez Molezún, José Luís Fernández del Amo, Francisco de Inza, Antonio Fernández Alba o José Antonio Coderch sin tener presente la obra de Carlos Arniches y Martín Domínguez. Nadie los citaba, nadie los cita, incluso parece que nadie los conoce, pero de forma misteriosa están siempre presentes. Sin ellos quizá la reconstrucción española habría sido distinta y puede que también la colonización.

                Su prestigio, casi todo acumulado antes de la Guerra, continuó después. A los éxitos cubanos de Martín Domínguez se sumaba la realización de edificios modélicos por Carlos Arniches que, injustamente, tuvieron una repercusión muy escasa dentro de España –no así fuera-. Sin embargo, tras la depuración que siguió a la Guerra decidieron no volver a aceptar cargos relevantes, ni siquiera una vez levantadas las sanciones, distanciándose así de los arquitectos más afines al régimen que eran los que estaban ávidos de figurar. Su refugio fue el mundo intelectual –que hubo que rehacer-, en el caso de Carlos Arniches; y el universitario, en el de Martín Domínguez. Esto los mantuvo en contacto con el entorno al que siempre habían pertenecido, culturalmente rico e intelectualmente activo. De hecho, sus nuevos clientes tras la Guerra fueron escritores, artistas y profesionales punteros en sus ámbitos que huían, o quizá no tanto, del “estilo de ensalzamiento nacional” que se venía imponiendo en España, pero también la administración; y políticos, profesionales, empresarios y alta burguesía de la Cuba anterior a Fidel Castro. Su influencia intelectual e ideológica seguía intacta. La diferencia era que el espectro de la competencia se había reducido dramáticamente con la emigración masiva. Quizá por eso la vanguardia se frenó tras la Guerra.

                La postura de la crítica hacia ellos, tanto antes como después de la contienda, fue siempre respetuosa. Entre otras razones, porque casi podría decirse que la crítica eran ellos. O, mejor dicho, ellos y sus amigos. No eran racionalistas, ni eclécticos, ni expresionistas, ni contrarios a ninguno de esos estilos. Eran razonables y puede que por esa razón se libraran de ser el blanco de todas las críticas, papel al que suelen verse relegados quienes no son fácilmente clasificables. Porque lo que sí estaba claro, se mirase como se mirase, era su rigor casi implacable. Un rigor gestado en los cafés que se extendió por toda España, permaneciendo en ella hasta más allá de la muerte de estos arquitectos. Incluso podría decirse que ha contribuido a configurar la memoria visual de la tercera generación posterior a ellos, y puede que también la de la cuarta.

                Preguntarse quién era el técnico y quién el artista, como suele suceder cuando se afronta el estudio de dos arquitectos socios, es algo en lo que no tendría sentido entrar aquí. Los datos que se aportan son suficientemente elocuentes sobre la personalidad y los valores éticos de cada uno, lo cual debería ser suficiente como para comprender su obra.

                Hablar de estilo en este caso equivaldría a adolecer de pobreza de vocabulario, resignándose a emplear una la palabra que se queda corta para referirse con precisión a la obra de Carlos Arniches y Martín Domínguez. Después de estudiar su producción a fondo parece algo más exacto decir que siguieron una evolución basada en unos principios muy precisos, constantes y con un fondo ético sólido, lo que les permitió aceptar la tradición y la cultura para actualizarla con gracia e ingenio, sin renunciar por ello a avances técnicos de los más punteros que se conocieron en la primera mitad del siglo XX, muchos aún vigentes.